miércoles, 13 de junio de 2007

a propósito del minimalismo





















No tiene nada

Mi choza en primavera.
Lo tiene todo.

Sodoo


Aficionada como soy a ojear las críticas de restaurantes en revistas y páginas informáticas, vengo observando desde hace ya bastante tiempo el abuso que se hace del término “minimalismo”. Pero no sólo los críticos gastronómicos lo utilizan. Lo oigo por todas partes: en la tele, en la calle, en el trabajo; parece como si el mundo que me rodeara fuera todo él minimalista. Todo el mundo utiliza esa palabra, referida a un sinnúmero de cosas distintas, y es por esta banalización del término por la que comprendo que arquitectos como Alberto Campo Baeza se nieguen en rotundo a utilizar el vocablo para definir su obra, sustituyéndola por el de “esencialismo”, término quizá más preciso, pero definitivamente menos comercial.

Y es que el minimalismo en arquitectura tiene pocos elementos de unión con su movimiento artístico homólogo, surgido en la Norteamérica de los años 60 como reacción a la cultura de masas del pop y que reivindica la producción aparentemente industrial de objetos despojados de toda marca personal que confían su expresividad a la repetición, el ritmo y la monocromía, objetos estos dirigidos a un público más intelectual que aquellos que podríamos incluir dentro del movimiento pop. Hasta ahí bien, y ciertamente hay una similitud formal entre el minimalismo de artistas como Donald Judd y la arquitectura esencial, así como en ese aspecto elitista del minimalismo como algo que no está dirigido a las masas, pero difícilmente podríamos decir que los objetos que en arte llamamos minimalistas tienen la capacidad de sobrecoger como la arquitectura minimalista. Es el sobrecogimiento del monasterio, de la vivienda del samurai. Porque el minimalismo, aunque tiene como padre indiscutible al arquitecto racionalista Mies Van der Rohe, extiende sus raíces hacia la arquitectura monástica europea y la vernácula japonesa, y bebe de ella para despojarse de aquello que le perturba y así poder elevar su alma.

Ahora bien, hay que matizar la idea de despojarse de lo superfluo porque tal vez ahí radica la inducción al error: en pensar que minimalismo es todo aquello que no tiene ornamento y en donde predomina el vacío. También se piensa que minimalismo es aquello en lo que predominan las “líneas puras” como se puede leer en numerosas revistas de decoración, y en general todo lo que tiene un aspecto más o menos modernillo o que emplea sistemas constructivos y materiales industriales, tal vez por su ausencia de cornisas, molduras o cualquier elemento que remita al lenguaje clásico.

Es decir, que se tiende a identificar minimalismo con ausencia y a definirlo por lo que en ello falta, y no por lo que hay. John Pawson lo define de una forma muy concisa en su artículo de El croquis “La expresión sencilla del pensamiento complejo”:

“El minimalismo no es la arquitectura de la abnegación, la privación o la ausencia: no viene definido por lo que falta, sino por el carácter acertado de lo que está presente y por la riqueza con la que se experimenta. He sido acusado de practicar un lujo a la inversa, pero ¿qué podría ser más sensual o táctil que una amplia extensión de piedra caliza color miel? No se trata, bajo ningún concepto, de plantear un equivalente arquitectónico de una vida de privaciones, sino de crear unos contextos idóneos para las cosas que importan en la vida, de reducir las capas superpuestas de apariencia y comportamiento a lo esencial: el esplendor no proviene del acto de desprenderse, sino de experimentar lo que queda. La vivencia profunda —y placentera— radica en la experiencia cotidiana: en el acto de darse una ducha o de preparar la comida.”

Cómo no, introduce la idea de lo esencial, y es ahí donde entra en juego el detalle constructivo al que tanta importancia daba Mies en relación con la expresión sencilla del pensamiento complejo. El detalle constructivo debe estar pensado de forma exquisita para que cada objeto cumpla su función sin por ello renunciar a su esencia más abstracta. El acabado debe ser perfecto, el material magistralmente elegido, la ejecución realizada con el mayor de los mimos. Todo ello orquestado para la consecución de un solo objetivo: la experiencia sublime.

Por último, quiero incidir en el empleo del color blanco porque su utilización no es gratuita. Cualquier otro color que no sea el blanco es superfluo porque el blanco en arquitectura es la ausencia del color y porque en él se manifiesta de forma más exuberante el material por excelencia: la luz. Sólo el blanco permite a la luz introducirse en el espacio y tensarlo de la forma más radical, y sólo él es capaz de oponerse al resto de colores concretos de la realidad de tal forma que objeto y entorno se enfatizan mutuamente. El objeto abstracto se introduce en su entorno sin tocarlo. Desde el interior del objeto abstracto el entorno se enmarca, se tensa, es decir, se resalta. De la misma manera desde el exterior el objeto abstracto también sirve para dar más valor al entorno por la polaridad que se produce entre ambos. Ningún otro color mejor que el blanco para acentuar esta polaridad.

jueves, 31 de mayo de 2007

man ray

despreocupado pero no indiferente
30 de mayo - 26 de agosto 2007
MUSEO COLECCIONES ICO
(c/ Zorrilla, 3. Madrid. T. 914201242).
Horario: martes a sábado de 11:00 a 20:00h.
Domingos y festivos de 10:00 a 14:00h. Lunes cerrado.




De manera excepcional, la exposición Man Ray: Despreocupado pero no indiferente presenta una selección de dibujos, fotografías, pinturas, escultura junto a objetos personales, imágenes y documentos que le sirvieron de inspiración al maestro norteamericano. El título de la muestra proviene del epitafio de Man Ray, consta de aproximadamente 300 piezas y es la primera vez que se puede ver todo el proceso creativo del artista, desde las ideas iniciales y los bocetos preparativos hasta los trabajos, en algunos casos inéditos, completamente acabados. Forman parte de los fondos de la Fundación Man Ray (Long Island, Nueva York).